La mayoría de los británicos, y de los españoles que alguna vez han deambulado o deambulan por las calles de Londres, no saben que dentro de la histórica capital de Inglaterra existe otro “Estado”, otra organización jurídico-política completamente diferente, con sus propias leyes y gobernantes, donde el Parlamento de Westminster apenas tiene algo que decir: la City, el Vaticano del dinero y de la banca.
En los casi dos kilómetros cuadrados del centro de Londres que componen la City viven menos de 9.000 personas, pero cada día entran a trabajar más de 350.000, en su inmensa mayoría, en el sector financiero. La City es, por volumen de transacciones, el mayor centro financiero del mundo, y en ella tienen su sede los bancos y aseguradoras más importantes del globo. Pero… ¿por qué se concentran todos en un espacio tan reducido?
La historia de la Square Mile, de la City, está ligada a la historia de Inglaterra y de Londres. De hecho, en su misma existencia es donde encontramos el origen más remoto y antiguo de la capital británica. Como el resto de ciudades, durante la Edad Media la expansión demográfica implicó la superación de los antiguos límites geográficos, de las antiguas murallas, y Londres fue creciendo y olvidándose de su ancestral origen. Sin embargo, esa pequeña milla cuadrada supo conservar un status jurídico diferenciado del resto de la ciudad que había ayudado a expandir. Desde el medievo, los comerciantes y burgueses más adinerados se atrincheraron en la City para alejarse del poder arbitrario del Rey y asegurar así sus recursos, arrebatando una pequeña parcela de autonomía jurídica y política. Y lo consiguieron gracias al propio devenir de la Monarquía inglesa, cuyas debilidades puntuales a lo largo de la Historia eran aprovechadas por los poderes intermedios para consagrar límites a su actuación. El Parlamento inglés, origen de nuestras democracias liberales, fue el gran triunfo de este proceso de limitación del poder real y de la creación de las primeras bases de un sistema democrático parlamentario. Pero a su lado siempre convivió, aunque fuera en el olvido de los grandes hechos y epopeyas de la Historia, la pequeña y adinerada City, conservando sus privilegios medievales en torno a un autogobierno donde, ni el Rey primero, ni el Parlamento después, podían interferir.
Y aunque el Gran Incendio que en 1666 arrasó Londres afectó especialmente a la City, que tuvo que sufrir una completa reconstrucción, dirigida por el arquitecto Christopher Wren, se lograron conservar las antiguas fronteras romanas y, por ende, la antigua organización política autónoma. Así las cosas, la aglomeración de viejas viviendas en la milla, y la proliferación de nuevos barrios en las afueras de la ciudad, hizo que poco a poco, durante fines del XIX y principios del XX, la City fuera acabando en un pésimo estado de abandono, sin apenas población. Sin embargo, tras la Segunda Guerra Mundial, el gobierno local y autónomo de la milla empezó a derribar viviendas y palacetes seculares para dejar sitio a gigantescos edificios y rascacielos que, a finales de los 70, ya definían el skyline londinense. En ellos, miles de compañías financieras se instalaron y trasladaron sus sedes sociales y sus centros de decisión, hasta convertir la medieval Square Mile en, como decíamos, el mayor distrito financiero del mundo. Pero… ¿por qué?
La pervivencia de aquella forma medieval de autogobierno y de los privilegios jurídico-políticos en la City, considerados hasta entonces como una más de las rarezas simbólicas de Inglaterra, proporcionaba el marco perfecto en el que el gran capital podía refugiarse no sólo de los impuestos, sino también de las “trabas” legales y regulaciones de todo tipo que desde el Parlamento y la Unión Europea se cernían sobre la actividad financiera. En una de las múltiples y anquilosadas peculiaridades simbólicas del Reino Unido, de la Old England, el sector financiero encontró la oportunidad de oro para atrincherarse de la ley, para aprovechar el autogobierno de la City y dotarse a sí mismo de reglas propias, desde la opacidad y la impunidad fiscal más absolutas.
La milla se gobierna a través de la City of London Corporation, una especie de “Polis” con plena autonomía que posee sus propias reglas “democráticas”. A la cabeza de la Corporación está el Lord Mayor, elegido a través de unas elecciones que a día de hoy parecen más propias de una utopía anarco-capitalista medieval que de un sistema constitucional contemporáneo. Las compañías financieras con sede en la City, agrupadas en la Livery Company, elijen al Lord Mayor y a una pequeña asamblea de notables dependiendo del peso financiero y del número de trabajadores que tiene cada una. A más capital, más votos. Las 9000 personas que viven en la City, agrupadas en una circunscripción diferente, apenas tienen capacidad de influir en las elecciones, pues tras la ponderación de capital-valor del voto, quedan completamente relegadas. “Democracia medieval”, le llaman algunos…pero este sistema no reviste ninguna garantía democrática al olvidarse de los principios más elementales de la democracia (una persona, un voto). Por la estructura política de esta peculiar “polis” financiera de Londres no ha pasado ni el liberalismo, ni la democracia constitucional ni ningún otro movimiento contemporáneo. Es simple y llanamente la materialización de una auténtica plutocracia medieval, donde el dinero, el poder del capital, se canaliza también en el seno de los poderes políticos institucionalizados.
El Lord Mayor, elegido como decimos por los bancos y aseguradoras, es el encargado de gobernar la City, que incluso posee su propia policía. Sin sueldo, siempre ha procedido en las últimas décadas de la gran banca, y tiene como misión principal, además, la de representar los intereses de la milla en el exterior, es decir, los intereses de las compañías financieras fuera de los límites ancestrales de la City. Pero por exterior no se entiende solo el plano de las relaciones internacionales, que también (de hecho, el Lord Mayor se encuentra fuera del Reino Unido más de 100 días al año), sino el de la propia Inglaterra. Este singular gobernante, siempre vestido como si estuviera en un carnaval veneciano del siglo XVIII, al ser el portavoz oficial del mayor centro financiero del mundo, que da trabajo directamente a más de 350.000 personas con un alto poder adquisitivo, se convierte de facto en un lobby en sí mismo, cuya mera presencia en los salones de Westminster hace temblar al Premier y sus ministros. De ahí que, como se viene denunciando desde hace tiempo por la prensa británica, especialmente por The Guardian, en los últimos años los gobiernos ingleses hayan confundido los intereses de la City con los del Reino Unido, y les haya llevado a apartarse de la Unión Europea y de su marco de regulación financiera, que no por laxo deja de existir y de incordiar al gran capital londinense.
A ello hemos de sumarle que en el régimen impositivo de la City apenas aparecen las leyes británicas, por lo que se convierte toda ella en un auténtico paraíso fiscal en pleno corazón de una de las urbes más importantes del mundo y motor de la economía europea. Por si fuera poco, y como ha puesto de manifiesto la exfiscal francesa Eva Joly, auténtico ariete contra los paraísos fiscales, la City, gracias a su opacidad, su falta de regulación y el desconocimiento de la existencia de sus instituciones de autogobierno, se ha convertido también en un paraíso jurídico. Ningún requerimiento judicial de las autoridades de terceros países logra atravesar las enmarañadas madejas legales de la plutocracia medieval de la milla, lo que garantiza una total impunidad, y no sólo fiscal, a las compañías y a los consejos de administración que las dirigen.
Si, haciendo uso de nuestra imaginación jurídica, se aprobara una hipotética Constitución del Reino Unido, una disposición adicional tendría que indicar que la City de Londres permanecería fuera de la autoridad del Parlamento, los votos de la banca contarían más que los de los ciudadanos, y los representantes del autogobierno serían elegidos de entre los adinerados del gremio financiero medieval. Algo impensable para el constitucionalismo y para nuestro horizonte de pensamiento actual sí, pero real, excesivamente real. En el seno de Londres, en el corazón de Europa, pervive una isla jurídico-política gobernada a través de procedimientos medievales plutocráticos por las compañías financieras más poderosas del mundo, protegidas en su autonomía de las regulaciones nacionales e internacionales, de los impuestos y de las decisiones políticas democráticas. Algo más que una milla que a día de hoy se ha convertido en un verdadero Estado del dinero, la opacidad y la acumulación de capital.
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