Los ciudadanos holandeses han despertado al año 2015 con una nueva ley que, bajo algún eufemístico título, supone un tajo mortal al Estado de bienestar. El cuidado de ancianos y dependientes, incluso niños discapacitados, pasa a ser una obligación en exclusiva de “familiares, amigos y vecinos”. El nuevo monarca ya había sido encargado por el Gobierno –en su toma de posesión en 2013– de anunciar que los Países Bajos pasaban a ser “una sociedad participativa”. Es decir, un “compóntelas como puedas”. Es un hecho trascendental. Si esto ocurre en Holanda, todas las barbas del continente han de ponerse a remojar.
Cuesta entender cómo un país que durante décadas representaba el paraíso, el paradigma de un Estado que se estructuraba en función de las necesidades de la ciudadanía –donde la sanidad pública costeaba hasta gafas y dentista–, acepte tan radicales mermas. La condena o absolución en virtud del dios del dinero. Mark Rutte, el primer “liberal”, conservador y democristiano, que llegaba al Gobierno en 1918, algo tiene que ver en el cambio. Con la complicidad –de nuevo– de un partido socialdemócrata y haciendo guiños xenófobos a la ultraderecha en sus ideas “antiinmigración”.
En la vecina Suecia, recortes similares y privatizaciones le costaron el gobierno a los conservadores. Los socialdemócratas aún buscan asentar su estabilidad precaria, atacada precisamente por la ultraderecha. Y, mientras, tres mezquitas han sido incendiadas en los últimos días. Así empezaron las SS. Francia se apresta con fruición a recortar y reprimir, abriendo de par en par la puerta al neofascismo que representa en la práctica el partido de los Le Pen. Y, sin tapujo alguno, Merkel, su UE –algo más prudente– y su troika, a dirigir la coacción, incluso las amenazas, a los griegos para que sigan tragando la austeridad que les ha llevado a la miseria. Es casi jocoso cuando arguyen que a Portugal les ha ido bien con esas políticas. O a España. Con esos PIB que “repuntan” en dardo ahogando a las personas.
Vivimos en un cóctel explosivo. Y se libra una durísima batalla, con demasiadas reminiscencias amargas. La ultraderecha xenófoba sube ya también en la reincidente Alemania. Hasta voces reputadas como la de Paul Krugman empiezan a ver el fantasma que asoló Europa y el mundo en los años 30 del siglo XX porque se dan casi idénticas circunstancias. No es tremendismo. Hace ya tiempo que el macabro manual se está cumpliendo. Frente a un sector de la sociedad empecinado en cerrar los ojos. En seguir alentando, con su silencio y sus votos, la crónica de una muerte anunciada.
Tras rescatar a los bancos con millones de euros arrancados de nuestro bienestar, tienen el cuajo de colar que la causa de la crisis es que “vivimos por encima de nuestras posibilidades”. Durante décadas se costeó sin problemas el Estado de bienestar –precisamente desde el final de la atroz última guerra–, lo único que ahora ha cambiado es la codicia de los beneficiarios del capitalismo y los destrozos que se causaron a sí mismos con sus malas prácticas. El origen de la crisis fue ese, no otro. Lo pasmoso es que nos lo han hecho pagar a los ciudadanos. Y que, al gozar de tan disciplinada aceptación, han perdido el miedo y se han lanzado a aumentar aún más sus beneficios sin reparar en daños.
Pero nos señalan otro culpable, alguien a quien agredir: la inmigración. Los poderosos que nos roban hasta los derechos están fuera del foco. Es lo que está funcionando ya en Europa jaleado por la extrema derecha. En España cuenta con entusiastas compinches. La portada de La Razón del sábado, llevando a asociar a un loco (sin explosivos) que hablaba solo en un tren con el yihadismo, es claro ejemplo. O la insistencia de RTVE, a través del individuo que dirige y presenta los telediarios del fin de semana, de fijar como responsable de la lamentable muerte de un policía en acto de servicio a “un emigrante”. ¿Qué emigrante? ¿Cristiano Ronaldo? ¿Leo Messi? Quizás sean los miles de españoles que el partido para el que trabaja ha expulsado de España. Esos que, en la precariedad general, empiezan a ser maltratados y pronto expulsados. Es la guerra.
La que van ganando ‘los malos’. Los mismos que durante siglos saquearon a sus semejantes para vivir como reyes y llevaron a la hoguera el progreso. Los que mataron a Alan Turing y su cerebro hace cuatro días, en el siglo XX. Es altamente recomendable ver su odisea, en Imitation game, con ojos lúcidos. No se fueron, nunca se han ido.
A estas alturas de la historia, el que no quiere enterarse de que con la excusa de la crisis nos han estafado como a pardillos es que ya tiene poco remedio como ser racional. La técnica es tan burda, tan visible, que ni el timo de la estampita. Los presuntos atenuantes, dudas y justificaciones quedan para el espectáculo comercial de los debates que entretiene los días y las noches de muchos. Las coartadas que numerosos ciudadanos se presentan a sí mismos para esconderse se suman a la vieja bolsa de la infamia española (hoy abrazada por otras sociedades) con aquel espeluznante rótulo: “Vivan las caenas”. Con mayor o menor responsabilidad, son los auténticos culpables de cuanto nos sucede. Y deben ser conscientes de ello.
¿A alguien le extraña que las víctimas de la primera línea de fuego busquen salidas distintas en Grecia o en España? Va a ser apasionante ver el pulso en tan desigual batalla.
“Feliz 2014… si podemos. Podríamos”, concluía mi artículo de hace justo un año. No sabíamos entonces aún que la clave era creer que podemos, que tenemos en nuestras manos instrumentos de cambio. La cadena de desgracias que nos asolaban ha aumentado. La desfachatez de quienes las perpetran, de forma exponencial. La estulticia de los cómplices se multiplica para servir los intereses del mando. Y en el principio, se hizo la luz en la oscuridad y “allí donde había crisis, hay recuperación” y revolotean las mariposas de colores. Pero algo más está pasando: ha despertado un poder ciudadano que permanece bastante sólido aun en el fragor de la batalla. Pese a sus descalificaciones, los políticos tradicionales modifican sus discursos. Se han tambaleado sus estrategias.
2015 puede ser el año en el que nuestra tragedia empiece a aliviarse. Hay varias convocatorias electorales. Llega un momento en el que la sociedad, maltrecha por golpes continuos, madura y es capaz de saltar del Titanic. Ese momento es ahora, cuando no lo había sido antes ni quizás después: puede no haber otra oportunidad.
Algo ha cambiado ya. Se nota. De nosotros depende que no lo sepulten. Que logremos alimentarlo para que crezca sano y fértil. 2015 puede ser un buen año, si nos dejan. O, con más precisión, si queremos.
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