miércoles, 24 de septiembre de 2014

La renta básica estaría muy bien, pero la garantía de empleo estaría mejor

Artículo publicado por Eduardo Garzón
Aunque hace mucho tiempo que se propuso la renta básica universal como medida para garantizar el bienestar de toda la ciudadanía, no ha sido hasta hace poco que ha cobrado importancia en los debates académicos e incluso en la agenda política y mediática. Esta propuesta consiste en que el Estado conceda a todo ciudadano, independientemente de su situación particular, un ingreso fijo que le permita cubrir sus necesidades vitales. De esta forma nadie se vería obligado a encontrar cualquier tipo de trabajo o ingreso para poder sobrevivir con un mínimo de dignidad. No se trata de una medida ajena a nuestras sociedades desarrolladas; al fin y al cabo, derechos como la educación o sanidad públicas conforman una especie de renta básica universal, sólo que en vez de que el Estado ofrezca una renta monetaria sin contraprestación ofrece un servicio básico no monetario.
Tampoco se trata de una medida utópica ni disparatada: vivimos en economías que generan suficiente riqueza y renta como para que nos podamos permitir una renta básica universal. Así lo demuestran numerosos estudios científicos que prueban la viabilidad de esta política siempre que existan los mecanismos redistributivos adecuados, y así lo demuestran casos reales aunque muy limitados como el de Alaska, el de Irán, el de la ciudad de México, o el que se pretende aprobar en Suiza. La renta básica universal no es un problema de recursos; se puede aplicar si hay voluntad política.
Sin embargo, se trata de una propuesta que se puede mejorar en su concepción. Si bien es cierto que hoy día en nuestras sociedades hay muchísimas personas que no están trabajando y nuestro deber como sociedad es evitar que por culpa de ello pasen penurias, también es cierto que hay mucho trabajo por hacer en nuestras comunidades. No tiene sentido que mantengamos inactivas a personas que pueden y desean trabajar mientras las necesidades de nuestros conciudadanos no están cubiertas. En la actualidad necesitamos que cuiden de nuestros mayores, de nuestros hijos y de nuestros enfermos, que aumenten los servicios de ocio y cultura, que se cuiden las infraestructuras, pavimento y fachadas de muchos barrios de nuestras ciudades, que se reforesten enormes extensiones de terreno, que se cuide la fauna y la flora de nuestro entorno, que aumenten y mejoren los servicios sanitarios, que se defienda a los grupos discriminados y a los más vulnerables, etc…
Por lo tanto, mucho mejor que otorgarle un ingreso fijo a todos los ciudadanos es otorgarle el derecho a trabajar si así lo desean (si no lo desean o no pueden, entonces que reciban una renta básica). El Estado podría financiar y planificar esta garantía de empleo a través de programas concretos, aunque en última instancia podrían ser las organizaciones no gubernamentales, las cooperativas o cualquier otro tipo de organización las que gestionaran las actividades en cuestión debido a que son las que tienen la experiencia sobre el terreno. La remuneración del trabajo debería ser fija por número de horas; por ejemplo, 10 euros la hora. De esta forma se establecería un ancla de precios para evitar tensiones inflacionistas. Al mismo tiempo, se lograría que ninguna persona trabajase en el sector privado por menos de 10 euros la hora, ya que de ser así siempre podrían abandonar su trabajo para formar parte del programa de garantía de empleo.
Los beneficios para la sociedad serían notables porque se cubrirían muchas más necesidades no cubiertas, pero al mismo tiempo los beneficios para las personas inscritas en la garantía de empleo también serían importantes, y no sólo de carácter económico. Estas personas pasarían de estar inactivas (sin hacer otra cosa que esperar a encontrar trabajo como ocurre en la actualidad) a formar parte de un grupo que realizaría una función social. Conocerían a más personas, se socializarían, aprenderían las habilidades y conocimientos intrínsecos a sus nuevas tareas (pudiendo luego crear su propio negocio al margen de la garantía de empleo si así se lo propusiesen), se enriquecerían con las opiniones y puntos de vista de sus compañeros, se divertirían, etc.
Además, el propio diseño de la garantía de empleo, al estar dirigida a aquellos sectores de la población que no tienen ingresos o que tienen muy pocos, minimiza notablemente el riesgo de inflación. Cuando se intenta hoy día inyectar dinero en la economía para aumentar los ingresos de la ciudadanía y por lo tanto la actividad económica, siempre se hace a través de programas de gasto público o reducción de impuestos que afectan a la mayor parte de la población y sin discriminar demasiado entre niveles de renta. Cuando esto ocurre, se está regando masivamente la economía con dinero y por eso las tensiones inflacionistas pueden aparecer con mayor probabilidad. Sin embargo, la aplicación de la garantía de empleo vendría a transferir dinero sólo a las capas más bajas de la población, de forma que al mismo tiempo que estas personas salen de la pobreza se estaría irrigando la economía mediante una especie de riego por goteo, disminuyendo el riesgo de inflación.
En resumen, las ventajas de una garantía de empleo son superiores a las de un programa de renta básica toda vez que minimiza los riesgos inherentes al aumento convencional del gasto público.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Las falacias de la OCDE sobre política fiscal, salarios y competitividad

Eduardo Garzón – Consejo Científico de ATTAC España

La OCDE ha publicado un extenso informe sobre la situación económica de España, en el que además de diagnosticar los problemas existentes ofrece recomendaciones de política económica. Como institución multilateral y hegemónica que es, su concepción de la economía parte de un punto de vista convencional, muy próximo a los postulados neoclásicos. A continuación se resumen los puntos más importantes y se ofrece desde un enfoque crítico de la economía una respuesta argumentada y respaldada por evidencia empírica.
-Según la OCDE (también según los economistas convencionales, FMI, BM, CEOE, etc) no hay opción para la política fiscal debido al elevado déficit público y a la elevada deuda pública. Por eso dicen que no es posible aumentar el gasto público y que no queda más remedio que intervenir en otros ámbitos como la legislación del mercado laboral (reduciendo los derechos de los trabajadores) o la política monetaria (inundando de dinero barato a los bancos).
1. Falso. Por supuesto que hay margen para política fiscal, se trata de luchar eficazmente contra el fraude fiscal (80.000 millones de euros cada año no recaudados según Gestha, el sindicato de técnicos de Hacienda), realizar una reforma fiscal progresiva (se podrían recaudar de las capas más acaudaladas 25.000 millones de euros más cada año según Gestha) o incluso –si el BCE tuviese voluntad- financiar gasto fiscal directamente con préstamos del BCE, ya sea vía Banco Europeo de Inversiones u obligando a los bancos privados a hacerlo (esto último antiguamente lo hacía el Banco de España y en la actualidad se hace en Islandia, por poner sólo dos ejemplos).
2. La deuda pública es elevada pero ése no es el problema. La cuantía total no es un problema, lo importante es el coste de la misma. Por ejemplo, Japón tiene más del 230% del PIB de deuda pública (España tiene deuda de 100% del PIB) y ése no es su problema (Japón tiene una tasa de paro del 3,7%;). Además, la cuantía total se podría disminuir (y se debe hacer) a través de una reestructuración de la misma, además de buscar el crecimiento del PIB, que lograría disminuir el ratio deuda/PIB (indicador por excelencia de la deuda pública).
3. Más importante aún: el gasto fiscal estimula la actividad económica (más demanda, más beneficios, más contratos, más inversión), de forma que luego se recaudaría más por impuestos y se gastaría menos en prestaciones por desempleo y otras ayudas públicas. Aumentar el gasto público tiene como efecto una disminución del déficit público a medio plazo.
-Según la OCDE en España hubo 15 años en que los sueldos crecían más que la productividad y eso provocó una pérdida de competitividad. Es decir, que la culpa de que España venda pocos productos en el extranjero es de los trabajadores que han cobrado mucho y han imposibilitado que los empresarios puedan descender el precio de los productos exportados. 
1. Lo de que los salarios han crecido más que la productividad sólo es cierto si se hacen trampas con los indicadores (es decir, utilizando el coste laboral unitario nominal), deflactando la productividad y no los precios. Pero si no se hacen trampas (utilizando el coste laboral real), los salarios han crecido muchísimo menos que la productividad, de forma que los trabajadores cada vez han recibido menor proporción de la tarta generada. La culpa no es de los trabajadores, que precisamente no han dejado de perder capacidad adquisitiva.
2. Lo de que el anterior punto provocó una pérdida de competitividad es categóricamente falso.La competitividad de España no empeoró, como demuestra que sus exportaciones crecieran al ritmo del 8% antes de la crisis (datos de COMEXT de la Unión Europea) y que su cuota exportadora (porcentaje de exportaciones españolas sobre el total de exportaciones mundiales) se haya mantenido en torno al 1,7% (¡incluso en unos años en los que China ganaba terreno a todas las demás economías como Italia, Francia o EEUU!). Las empresas españolas nunca perdieron competitividad, y resistieron sólidamente el empuje de China.
3. Los economistas convencionales afirman que España perdió competitividad porque se centran erróneamente en dos elementos inservibles: 1) en el coste laboral unitario nominal, que es un indicador construido de forma tramposa y que penaliza a los salarios, además de que suelen utilizarlo para el agregado de la economía en vez de para los sectores que exportan (¡no sirve de nada decir que sectores que no exportan, como los servicios de abogacía, han visto deteriorarse su coste laboral unitario!). Cuando uno utiliza este indicador únicamente para los sectores que sí exportan entonces los resultados revelan que no se perdió competitividad. 2) Se centran en el saldo comercial, que es la diferencia entre exportaciones e importaciones. El saldo comercial sí era notablemente negativo en esos años, pero fue debido al intenso incremento de las importaciones y no a las exportaciones, ya que éstas no retrocedieron. Las importaciones aumentaron porque la demanda interna de España era muy elevada. Ahora, en crisis, ya no lo es, y por eso el saldo comercial se ha reducido tanto. Los economistas convencionales dicen que es por haber reducido el salario de los trabajadores, ¡pero no es por eso!
4. Ahora bien, es cierto que justo después de la crisis (2010, 2011, 2012) las exportaciones españolas aumentaron un poco (aunque en 2013 se frenaron y comenzaron a caer en 2014). El discurso convencional es porque los salarios cayeron (debido a las reformas laborales) y ello permitió ganar competitividad. ¡Tampoco es cierto! Los precios de los productos exportados aumentaron durante estos años, en vez de caer. La reducción de salarios se tradujo en un aumento del margen de beneficio de las empresas españolas. Desde el segundo trimestre de 2009 hasta el tercer trimestre de 2013 los salarios se redujeron un 9%; en ese mismo periodo el margen bruto de beneficios cargado por las empresas se elevó un 16% (1). Algo similar apunta el Servicio de Estudios del BBVA utilizando los datos del Banco de España: entre 2009 y 2012 los precios de las exportaciones españolas, medidos a través de los índices de valor unitario, aumentaron un 2,2% más que en los países desarrollados. No es de extrañar que en 2012 y en 2013 España hiciese récord en beneficios empresariales, según un estudio de Natixis, y tal como se refleja en el siguiente gráfico.
Natixis-beneficios-empresariales
5. El aumento de exportaciones se explica por otros motivos: a) las empresas han querido deshacerse de los productos almacenados que ya habían producido y que no podían vender en España, y por eso los han vendido en el extranjero, y b) viendo que en el interior de España no pueden vender sus productos, las empresas se han orientado más a vender en el extranjero.
6. Además, en la encuesta que realiza periódicamente el BCE a las empresas de la zona euro se observa que de todos los problemas que tienen las empresas, el de los costes laborales tiene poca importancia, muy por detrás del problema de no encontrar clientes y del acceso a la financiación, tal y como se puede observar en el gráfico.

Encuesta-BCE

7. Por lo tanto, el problema no es que haya salarios elevados, ¡sino todo lo contrario! En España sólo exportan productos el 4% de las empresas (y de forma regular sólo el 1,2%), de forma que la reducción de salarios para poder ser más competitivos sólo beneficiaría en todo caso a esas pocas empresas. El resto de empresas españolas venden sus productos en el interior de la economía, de manera que una reducción generalizada de salarios les viene fatal ya que supone menos capacidad adquisitiva de la población. ¡Por eso lo que necesitamos es que aumenten los salarios! 
-Según la OCDE y el FMI lo ideal es reducir impuestos a los empresarios para que tengan más margen para crear puestos de trabajo y renta, y aumentar impuestos al consumo. 
La idea subyacente es que quien crea renta y riqueza son los empresarios, no los consumidores.Este análisis ignora fatalmente que los empresarios necesitan vender sus productos para poder tener beneficios, y que si se reduce la capacidad de consumo de la población no encontrarán compradores para sus productos. Las únicas empresas que sí se benefician son las exportadoras, que por cierto son grandes empresas según los datos del ICEX. Una propuesta alternativa, mucho más coherente con la realidad y que busque reactivar la economía ha de orientarse hacia un aumento de la capacidad adquisitiva de la población, aumentando salarios, sueldos públicos, prestaciones sociales, gasto público en Educación y Sanidad, aplicando programas de Trabajo Garantizado, etc.

sábado, 20 de septiembre de 2014

La larga vida de los ‘Homo sapiens’

Critica del libro "De Animales a Dioses. Una breve historia de la humanidad" (Yuval Noah Harari), realizada por Carlos Martínez Shaw en el suplemento Babelia
Profesor de Historia de la Universidad Hebrea de Jerusalén, el autor, que se había doctorado con una tesis sobre las memorias de los soldados medievales, nos presenta ahora un ensayo divulgativo para determinar los principales hitos de la historia del Homo sapiens, desde su aparición hace 200.000 años hasta el momento actual. Naturalmente, un relato de este tipo lleva consigo señalar sólo los acontecimientos más relevantes, dejar largos periodos casi en blanco y asignar un holgado espacio a la interpretación personal de los hechos. Al mismo tiempo, si quiere garantizarse un público amplio, debe echar mano de unos recursos expositivos que combinen las abundantes lecturas con un lenguaje directo y desenfadado, lo que constituye sin duda uno de los principales atractivos de la obra.
Dividida en cuatro partes, la primera nos enfrenta con los orígenes del mundo (campo para la física, la química y la biología), con la aparición sobre la Tierra del género Homo, con su evolución hasta llegar al triunfo del Homo sapiens sobre otras especies humanas (que quedaron extinguidas) y animales (a la aniquilación de muchas de las cuales contribuyó de forma efectiva como mayor serial killer de la Tierra), mientras se producía una "revolución cognitiva" con la creación de un lenguaje ficcional como fundamento de su superioridad (el punto "en el que la historia declaró su independencia de la biología").
La segunda parte trata de la revolución neolítica, aquí llamada “revolución agrícola”, es decir, ese momento que transformó la sociedad de cazadores-recolectores nómadas en otra de agricultores y pastores sedentarios, hace unos 10.000 años. Ahora bien, este escalón del progreso humano se complementó con la aparición de organizaciones complejas para ordenar la producción y la distribución de los acrecentados bienes, lo que conllevó inevitablemente la jerarquización de los grupos, de modo que las clases superiores (reyes, sacerdotes, administradores, grandes propietarios) tendieron a la discriminación y la opresión de las masas de trabajadores. Aquí el autor abre un espacio para el estudio del patriarcado, es decir, del predominio del hombre sobre la mujer, que las sucesivas ideologías han tratado de legitimar como el “orden natural de las cosas”, que ni es orden ni es natural, sino una forma más del dominio histórico de los grupos más poderosos sobre los más débiles.
La tercera parte ya nos lleva a la edad moderna, al periodo de la primera globalización y de la aparición de los grandes imperios mundiales, como el español o el británico. Imperios que tienen su base en la ambición, es decir, en el dinero, por mucho que se disimule bajo la capa de la "pesada carga del hombre blanco" (Kipling dixit) de evangelizar, de civilizar o de democratizar a otros pueblos. Aquí entre un largo y lúcido discurso sobre el papel de las religiones, en el que se hace una discreta apología de los politeísmos (que conllevan una abundante dosis de tolerancia) y se clama contra el fanatismo de los monoteísmos (insistiendo más, es cierto, en el cristianismo y el islam que en el judaísmo por razones obvias) y sus productos: la intolerancia para los que no acepten su verdad única, los antagonismos internos, las guerras santas (cruzadas y yihads). Con algún ejemplo verificable: los emperadores romanos mandaron menos cristianos a los leones en tres siglos que los cristianos a otros cristianos a la muerte en sólo 24 horas, las del día de San Bartolomé, tan celebrado por los (supuestamente caritativos) magnates católicos, incluyendo el Papa de Roma.
El último apartado se dedica a la "revolución científica", aunque no se limita a este episodio situado tradicionalmente en el siglo XVII europeo, sino a todos los hallazgos de los últimos 500 años en el terreno de la ciencia. Esta laxitud conceptual le permite hacerse cargo igualmente de los grandes avances tecnológicos desde los generados por la revolución industrial hasta los más recientes de la ingeniería genética, como la recreación de un cerebro humano dentro de un ordenador o la búsqueda, si no de la inmortalidad, sí al menos de la “amortalidad” implícita en el Proyecto Gilgamesh y otras posibilidades abiertas a los modernos Frankensteins. Y también de las limitaciones de este nuevo poder del hombre, que acelera el deterioro climático, que agrede a su propio hábitat, que se obsesiona por las cifras de la macroeconomía, pero al mismo tiempo se despreocupa de la felicidad cotidiana de millones de individuos.
Es imposible que nadie esté completamente de acuerdo con todas las afirmaciones de este libro aparte del propio autor. Faltan ingredientes, como la aportación del espíritu griego a la cultura universal, la influencia del Renacimiento en la génesis de la revolución científica en sentido estricto, el valor de las utopías como motores del progreso humano… Hay acentos y énfasis que no todos pueden compartir: la equiparación como constructos semejantes de los mitos religiosos y la Declaración de los Derechos del Hombre, la minimización de los conflictos bélicos actuales (máxime estando Gaza tan cerca)… Sin embargo, no se puede tener todo en la vida, especialmente si se trata de un libro de 500 páginas sobre la historia universal.
Por el contrario, su ensayo resulta original y provocativo en numerosos aspectos y propone muchas cuestiones dignas de meditación. Lo más sugestivo es quizá su relativismo (la inexistencia de verdades absolutas suplidas por meras convenciones) y su ateísmo implícito: todas las religiones son meras ficciones, la naturaleza es el reino de la crueldad y no de la ética, "la belleza de la teoría de Darwin es que no necesita suponer la existencia de un diseñador inteligente", como lo es la belleza de la teoría de Laplace en relación con el universo.