viernes, 6 de marzo de 2015

Eritreos

Numerosos refugiados, la mayoría de ellos provenientes de Eritrea, han sido secuestrados, torturados y asesinados por miembros de redes de trata en el este de Sudán y en la península del Sinaí en Egipto, según señala Human Rights Watch.

El informe, I Wanted to Lie Down and Die:’ Trafficking and Torture of Eritreans in Sudan and Egypt' (“‘Quería recostarme y morir’: Trata y tortura de ciudadanos eritreos en Sudán y Egipto”), documenta evidencias de que, desde 2010, miembros de organizaciones de trata egipcios han torturado a eritreos para obtener un rescate por ellos en la península del Sinaí, y han incluso violado sexualmente, quemado y mutilando a sus víctimas.

"Abrieron la puerta. Pude ver a 10 personas encadenadas, de pie, mirando a la pared. En el suelo había un chico que apenas podía levantarse. Tenía la espalda en carne viva. Recuerdo aquel olor a sangre, a excrementos… Aquel olor a muerte”. Fue en marzo de 2013 cuando encerraron a Germay Berhane en un centro de torturas al norte del desierto del Sinaí. Durante tres meses estuvo en manos de Abu Omar, uno de los tres verdugos más temidos de la península. Martirizado cada día, sin cesar.

Resultado de imagen de eritreos torturados sinaiGermay Berhane es un joven delgado y risueño. Ahora se oculta en El Cairo, en el barrio de Fesal. Hace falta mucho valor para contar su historia. Muy pocos refugiados eritreos en la capital egipcia aceptan hablar. Las heridas están demasiado recientes. El miedo pervive. “Nada ha cambiado desde que me fui”, susurra. Se refiere al éxodo masivo de eritreos, a la angustiosa huida por el desierto, al secuestro, al encierro en centros de tortura y al chantaje a los padres de las víctimas, a los que se exige rescates exorbitantes.
Germay nació hace 23 años en un suburbio en la periferia de Asmara, la capital de Eritrea, uno de los países más pobres y represivos del mundo. Al igual que Germay, entre 3.000 y 4.000 personas huyen cada mes de Eritrea en dirección a Sudán. Jóvenes, en su mayoría. Los eritreos representan un tercio de los inmigrantes clandestinos que llegan a Italia. Sin embargo, entre el número de los que salen de Eritrea y los que llegan a Europa, a Etiopía, a Sudán, a Yibuti, a Libia o a Egipto hay una diferencia inexplicada durante mucho tiempo. Ahora se sabe que es el resultado de un monstruoso tráfico de personas. Un estudio publicado en Bélgica (The Human Trafficking Cycle, Sinai and Beyond) revela que 50.000 eritreos han cruzado el Sinaí a lo largo de los últimos cinco años. De ellos, más de 10.000 permanecen desaparecidos. Entre la frontera eritrea y la primera ciudad sudanesa, Kasala, un tercio de los refugiados son secuestrados por traficantes que los trasladan, a cambio de dinero, al desierto del Sinaí, donde los esperan los torturadores.
A principios de 2013, Germay se encuentra en el campo de refugiados de Kasala. Planea llegar hasta Jartum, la capital, donde vive uno de sus primos. Pero los tratantes merodean a las afueras del campo. Dos agentes de policía sudaneses, cómplices de la red, lo secuestran y lo venden a la tribu de beduinos rashaida, nómadas del Nilo que viven desde siempre del contrabando. Lo que sigue es un sistema perfectamente organizado. Traslado a un punto de encuentro en el desierto, donde esperan otros 10 cautivos, descalzos y encadenados. Entre ellos, Halefom, de 17 años, y su hermana Wahid, de 16. A continuación, travesía del mar Rojo en la sentina de un barco, sin agua ni alimentos. El tratante que tira a alguno por la borda, para divertirse. Y luego el Sinaí, el inicio del viaje a la barbarie.

Les amenazaron con matarles o hacerles daño (en algunos casos con extirparles los riñones y venderlos en un gran mercado ilegal en Egipto) si no pagaban lo que les exigían. En docenas de casos, los solicitantes de asilo y los migrantes dijeron que, para obligar a los familiares a pagar el rescate, los tratantes les obligaban a llamar a sus familias por teléfono móvil y hacían disparos al aire o los maltrataban físicamente para que se oyeran sus gritos al otro lado de la línea. Algunos dijeron que los obligaron a trabajar durante semanas, incluso después de que sus familiares pagaran el rescate. Las mujeres, incluso las que habían sido violadas, dijeron que los tratantes las obligaron a cocinar y limpiar para ellos. Tanto los hombres como las mujeres dijeron que los tratantes se referían a ellos como “esclavos”.

En la cárcel de Abu Omar había sangre por todas partes, desde el suelo hasta el techo. Las paredes estaban infestadas de moscas y cucarachas. Los gusanos se arrastraban por el suelo de tierra entre restos de carne”. A Germay le encadenan de cara a la pared y le prohíben moverse y hablar. Abu Omar aparece enseguida, acompañado de tres hombres. “Vuestras vidas valen 50.000 dólares a partir de este momento. Y sé muy bien cómo cobrarlos”. Llueven los golpes con barras de hierro. La piel se desgarra. Algunos se desmayan. “Nos despertaban dándonos patadas en la cabeza”. Quemaduras con hierro candente o fósforo que extraen de las balas; plástico fundido vertido sobre la espalda o en el ano; golpes constantes en los genitales. “Lo que más les gustaba era colgarnos por los brazos como a los corderos y quemarnos con un soplete”. Un día, uno de los guardianes desata a Wahid y la arrastra hasta un rincón de la mazmorra donde seis hombres la violan mientras su hermano Halefom solloza contra la pared. Un veterano cautivo les da a entender que el silencio es la mejor defensa. Mirar al suelo. No gritar. No irritar a los verdugos.

“Papá, estoy en el Sinaí”. Las sesiones de tortura discurren con un teléfono móvil encendido. Al otro lado de la línea, el padre, la madre o una hermana escuchan rotos de dolor. “Yo grité: ‘¡Papá, estoy en el Sinaí!’. Mi padre se desmayó. Aún sigue hospitalizado. Su corazón no pudo resistirlo…”. Germay ya no sonríe. Llora.
“Lo peor era lo que nos obligaban a hacer”. Cuando los verdugos se cansan de pegar a los prisioneros, les ordenan que se torturen entre sí, que se maten unos a otros. “Un día me pidieron que degollara a Wahid. Me negué. Entonces me rompieron los dedos de las dos manos, uno por uno”. Los rehenes que no pueden pagar son rematados con barras de hierro y arrojados a fosas comunes atestadas de esqueletos.

Centros de tortura en Libia y Yemen

Resultado de imagen de eritreos torturadosUno de ellos accede a hablar. Vive en un modesto piso en el barrio de Al Arish, al norte del Sinaí. Se hace llamar Abu Abdulá. “Perdí mi empleo en el turismo después de los atentados de 2005 y entonces me puse a trabajar en esto”, se justifica el hombre, cuyo turbante blanco bien calado apenas deja ver sus ojos. “Al principio, los africanos pagaban solo mil dólares y yo los trasladaba a Israel sin problemas”. A partir de 2008, con el endurecimiento de la represión en Eritrea, el número de refugiados se multiplica por diez. Cerca de 80.000 se asientan en Israel, que acabó por construir en 2012 un muro a lo largo de toda su frontera sur. A partir de ese momento, las redes de trata de personas conducen a los inmigrantes hasta Libia o Yemen, donde se han descubierto recientemente centros de detención y tortura. “Los eritreos empezaron a llegar en 2008. Sabíamos que estaban desesperados. Así empezó el trabajo”.


La guardia costera de Libia, que recibe el apoyo de la Unión Europea (UE) e Italia, intercepta o rescata a cientos de inmigrantes y solicitantes de asilo cada semana, conforme se dirigen a Italia en barcos de contrabandistas, y los detiene en espera de la deportación, junto con otros miles de apresados en Libia por entrar al país sin permiso o por quedarse allí sin documentos de residencia válidos.

Los detenidos describieron cómo los guardias los golpearon con barras de hierro, palos y culatas de fusiles, y los azotaron con cables, mangueras y látigos de goma hechos de neumáticos y tubos de plástico, a veces durante largos períodos de tiempo, en las plantas de los pies. También contaron que los guardias les quemaron con cigarrillos, les dieron patadas y puñetazos en el torso y la cabeza y les aplicaron descargas eléctricas. En un centro, cinco detenidos dijeron que los guardias los colgaron boca abajo de un árbol y luego los azotaron.

Tanto hombres como mujeres describieron cómo, a su llegada al centro, fueron desnudados y registrados por guardias varones y sometidos a registros corporales invasivos, incluso en las cavidades corporales. Detenidos en cuatro centros dijeron que los guardias amenazaron con dispararles o abrieron fuego por encima de sus cabezas. Otros también describieron todo tipo de abuso verbal de los guardias, incluyendo comentarios raciales, amenazas e insultos frecuentes.

Ninguno de los detenidos entrevistados por Human Rights Watch dijo que fue llevado a un tribunal o tuvo la oportunidad de impugnar la decisión de su detención y deportación. La detención prolongada sin acceso a revisión judicial constituye una detención arbitraria y está prohibida bajo el derecho internacional.

Los detenidos que necesitaban tratamiento médico dijeron que los guardias se negaban a trasladarlos a un hospital o clínica, y que no recibieron una atención adecuada en el centro de detención. Algunos miembros del personal de los centros de detención reconocieron a Human Rights Watch que no contaban con los medios suficientes para ofrecer a los detenidos, incluso a las mujeres embarazadas y los niños, atención adecuada, ni los medios suficientes para trasladarlos a los hospitales para que recibieran allí atención especializada.
En Eritrea, los familiares de Germay se han movilizado. En el verano de 2013 envían 25.000 dólares, la mitad del rescate exigido. Sus secuestradores se ponen nerviosos. “Es demasiado poco. El tiempo se ha acabado”. Germay se desmaya. Al despertar, el milagro. “Cuando abrí los ojos estaba dentro de un barracón, tumbado sobre una manta. En la pared había un letrero en lengua tigriña que decía: ‘Hermanos, vuestro calvario ha terminado”. Germay acababa de ser liberado por el jeque Mohamed Hassan Awad, uno de los pocos beduinos del Sinaí que se oponen al tráfico de emigrantes y que lucha por liberarlos de las mafias.
Resultado de imagen de alganesh fissehaEn ese preciso instante, Alganesh Fessaha aterriza en El Cairo. De voz grave y mirada severa, esta italiana de origen eritreo preside la ONG Gandhi. Una furgoneta la espera en el aeropuerto. Suena su móvil. “No, jeque, aún no me han llamado”, contesta en árabe.
El jeque beduino salafista y la activista obstinada. Desde hace seis años, este curioso dúo se reúne regularmente para organizar la liberación de emigrantes secuestrados. Alganesh Fessaha quiere demostrar al mundo que este tráfico deleznable existe y que se está extendiendo por todo el Cuerno de África. Hasta ahora, ella y el jeque Mohamed han liberado a 750 emigrantes de los centros de tortura. 

El mecanismo de la trata

“Nada hacía imaginar que el tráfico de seres humanos pudiera acabar en una matanza”, afirma Alganesh mientras recoge sus trenzas en un pañuelo. Todo ha cambiado desde que empezó a recorrer, hace 10 años, el delta del Nilo. Hasta 2008, el tráfico de personas hacia Israel era regular –500 inmigrantes al mes– y las tarifas bajas, entre 600 y 1.000 dólares (unos 525 y 875 euros) por trayecto. Sin torturas. En esa época, somalíes, afganos e incluso chinos seguían la misma ruta. Alganesh sitúa el origen de los secuestros en las carreteras fronterizas entre Eritrea y Sudán, e incluso a las puertas de los grandes campos de refugiados de  ­ACNUR de Kasala y Al Shagarab, en Sudán. Con la complicidad de la policía sudanesa, los refugiados son revendidos en cada etapa del viaje, como si fueran ganado, y su valor va aumentando en función de los sobornos que se pagan. Un policía sudanés cobra 100 dólares y un guarda fronterizo egipcio puede llegar a pedir hasta 300 dólares. “Cuando un refugiado eritreo llega al Sinaí, ya vale 10.000 dólares”, calcula Alganesh.

Siguiendo la pista del rescate

Cada mañana, Meron Estefanos conecta el micrófono sobre la mesa de la cocina, en su pequeño apartamento de Estocolmo. Esta eritrea nacionalizada sueca, madre de dos hijos, tiene desde hace seis años un espacio en Radio Erena Libre. Un referente para la diáspora eritrea.
Un día de diciembre de 2009, recibe por primera vez una llamada de socorro de un deportado en el Sinaí. “Sus captores habían dejado el teléfono conectado y le estaban torturando en directo”, recuerda Meron. Desde entonces, las llamadas se suceden día y noche. Ella consuela a los rehenes e intenta en vano frenar a los verdugos.
“En Eritrea, ninguna familia puede pagar el rescate, que suele sobrepasar los 23.000 euros”, prosigue. Tienen que vender la casa, el ganado, las joyas, si las hay. Se quedan en la calle. Pedir ayuda a los exiliados es indispensable. “Cuando se reúne el dinero, la familia lo envía a través de Western Union a Israel, donde los cómplices de los secuestradores lo recogen. Además han surgido intermediarios en Europa que se quedan con una parte del importe que después envían al Sinaí”.
Resultado de imagen de eritreos torturados sinaiMeron viaja seis veces al año a Tel Aviv, donde sobreviven los refugiados que habían conseguido evitar al Tsahal, el Ejército de Israel. Allí busca a quienes solo ha conocido gritando de dolor al otro lado del teléfono. Un día, después de una reunión en el barrio de Petektiva, un chico se le acerca. “¡Meron, soy yo, Filmon!”. Al ver los manguitos que ocultan sus manos, Meron se acuerda. Los torturadores de Filmon le colgaron durante tanto tiempo del techo que las manos se le necrosaron. Solo le quedan dos dedos en forma de pinza, reconstruidos de la mejor manera posible por los cirujanos israelíes. Filmon se desenvuelve con la ayuda de Daniel, un compañero de exilio que se ha convertido en su alma gemela.
Cada vez más eritreos llegados a las costas italianas cuentan que han sobrevivido al Sinaí. El 3 de octubre de 2013, 366 inmigrantes murieron en un naufragio en Lampedusa. Tras las autopsias y los interrogatorios a los supervivientes, la policía de Palermo descubre que 130 eritreos que iban a bordo de la barcaza habían sido secuestrados y torturados en Libia y Sudán. Lampedusa revela al mundo el horror del “método Sinaí” y su expansión a otros países. Peor aún. Algunos torturadores consiguen colarse entre los refugiados acogidos por las democracias occidentales. Con ayuda de los rescatados, Meron ha decidido buscarlos por todos los rincones de Europa.


En su pequeña cocina, Meron recibe a Robel Kelete, que acaba de entrar clandestinamente en Suecia. Robel tiene 24 años y lleva cinco en el exilio. Después de ocho meses de torturas en el Sinaí, sus captores lo dejaron por muerto en una fosa repleta de cadáveres. Despertó en el hospital de la cárcel egipcia de Al Arish y le deportaron a Etiopía. Entonces toma una decisión asombrosa: intentar de nuevo llegar a Europa, con sus cicatrices como talismán. “Se las enseñaba al traficante y le decía: ‘Lo siento, tío, ya he pagado”, cuenta con el aplomo de quien “ya murió una vez”. Robel atraviesa Sudán y Libia, se embarca en una patera y sobrevive de milagro a un naufragio en la costa siciliana. Cruza Europa y llega a Suecia, el único país de Europa que da prioridad a los refugiados eritreos. Y allí, en pleno Estocolmo, sucede algo increíble. “Iba a visitar a una amiga. Y de pronto le vi. Caminaba tranquilamente por la calle. Era…, era el hombre que me había vendido”. Meron está ahora recopilando todas las pruebas para acusarle. “El tráfico de personas es la shoah de los eritreos”, dice Meron. “Un día los verdugos tendrán que responder ante el Tribunal Penal de La Haya”.
Noviembre de 2013. Meron ha conseguido por fin una invitación para que Daniel y Filmon declaren en el Parlamento Europeo. Ante un hemiciclo abarrotado, ella explica con detalle el tráfico de seres humanos en el Cuerno de África. Expone los métodos de tortura. Y subraya que los traficantes han obtenido por lo menos 600 millones de dólares en rescates. Los eurodiputados están horrorizados. A continuación, Daniel sube al estrado e interviene a cara descubierta. Filmon escucha en silencio, oculto por una cortina de la que solo asoman sus manos destrozadas. Al final, toma la palabra. “Nos han perseguido en nuestro propio país. Nos han violado y torturado en el Sinaí. Nos han detenido en Israel. Algunos de nuestros compatriotas han muerto en Lampedusa. ¿Qué pecado hemos cometido para merecer esto? ¡Miren mis manos! Lo único que queremos es que se nos oiga para que el desierto y el mar dejen de ser nuestra tumba”.

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